Arenas movedizas en educación, y no me
refiero a los recortes –que merecerían un artículo aparte–, sino a la nueva ley
que tenemos a la vista. No pretendo entrar tampoco en argumentar a favor o en
contra de lo que me gusta y disgusta de la propuesta, que de todo hay. Lo que
hoy quiero es lanzar una súplica al ministro y a sus asesores; a los técnicos
especialistas que desarrollen esa nueva ley, y a todos aquellos con capacidad
para meter la cuchara en este enésimo potaje educativo. Mi petición es simple, casi
de perogrullo, y se formula de manera muy escueta: por favor, enseñen a
nuestros chicos a hablar y a escribir.
Veinte años lidiando en las aulas me
respaldan para poder justificar con criterio lo que pido. He sido profesora
universitaria y, en paralelo, he realizado enseñanza de adultos y formación de
profesores. He trabajado en el sistema español y en el norteamericano, he
participado en proyectos educativos europeos y en programas de investigación e
innovación docente. Soy además hija de maestra, mujer de catedrático y madre de
estudiantes en dos niveles educativos distintos. Y cuando suplico que se
esfuercen en potenciar las habilidades de expresión oral y escrita entre
los alumnos, créanme que sé de lo que estoy hablando.
La capacidad de expresión es fundamental
para ordenar el pensamiento, representar e interpretar la realidad, transmitir
conocimientos, expresar vivencias, opiniones y emociones, estimular la reflexión
crítica y justificar acciones, planteamientos y decisiones. Se trata
de habilidades fundamentales para el desarrollo intelectual,
contribuyen a desarrollar satisfactoriamente un buen número de funciones
sociales, abren puertas al éxito profesional y ayudan a mantener, en
definitiva, bien amueblada la cabeza. Al igual que se hace en otros países que
nos sacan tres pueblos en materia educativa, deberían ser desarrolladas de
manera transversal por todos los estudiantes a lo largo de los cursos y
las asignaturas, independientemente de sus intereses o sus trayectorias
curriculares y sin ser consideradas erróneamente como patrimonio de los alumnos
de letras o de los aspirantes a convertirse en comunicadores profesionales en
alguna televisión.
Y, sin embargo, a pesar de las florituras
retóricas con las que las distintas leyes nos obsequian cada equis años, la
realidad es que, en la práctica real, algo tan esencial como esto apenas se
tiene en cuenta. Padres, profesores, evaluadores externos… Todos somos
conscientes de las graves carencias en materia de manejo lingüístico que
muestran nuestros jóvenes, y no sólo en lo que respecta a faltas de ortografía
o dificultades para realizar complejos análisis morfosintácticos: me refiero a
la incapacidad de muchos de ellos para acometer tareas tan simples como ordenar
armónicamente una secuencia de cuatro o cinco ideas o establecer relaciones
lógicas de causa y efecto, de secuencia temporal, de contraste o de
argumentación lógica. Para componer, en definitiva, un simple texto utilizando
frases bien estructuradas y convenientemente engarzadas, mostrando una
estructura coherente distribuida en párrafos cohesionados y haciendo uso de
unas herramientas retóricas elementales.
Es fácil echar la culpa de este panorama
tan desolador a la perversa influencia de las nuevas tecnologías, a la
mediocridad intelectual del ocio audiovisual, a la influencia del mal uso del
lenguaje por parte de políticos y medios de comunicación, al apresuramiento y
las limitaciones que estipulan las redes sociales o a la malévola Logse.
Pero ¿qué tal si dejamos de buscar
culpables y proponemos soluciones? Quizá este sea el momento.
Aunque, si empezamos por erradicar las lenguas clásicas del currículo, mal
futuro llevamos, señor ministro…
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